miércoles, 21 de octubre de 2009

La judia de Toledo

Esta leyenda ha sido el argumento de varias novelas históricas y narra los amores del rey Alfonso VIII y una judía toledana llamada Raquel, con un final desgraciado, como no podía ser menos, cuando sus protagonistas eran un rey cristiano y una mujer hebrea.





Alfonso VIII fue un rey que batalló sin tregua contra los musulmanes, una veces con gran fortuna y otras, con menos. Se casó con Leonor Plantagenet, hija de Enrique de Inglaterra y Leonor de Aquitania, y, celebrados los desposorios se establecieron en Toledo, capital, entonces, de Castilla.


Los días transcurrían en la ciudad del Tajo con más o menos tranquilidad. El rey se ocupaba de los negocios de Estado, preparaba futuras expediciones bélicas o, cuando podía, salía con sus caballeros a cazar. Y en una de esas partidas de caza tuvo lugar el hecho que tanto influiría en su vida y en la del reino. Dice la leyenda que el rey atravesó el Tajo para internarse en los bosques cercanos y tratar de cazar algún corzo o jabalí. De pronto, observó cómo un halcón perseguía a una paloma. La alcanzó y logró herirla. La paloma mostraba ya la sangre sobre el blanco plumaje y el rey, compadecido de la víctima de aquella lucha desigual, disparó una flecha al halcón. Herido de muerte, el ave de presa cayó en un jardín particular.


Alfonso quiso recuperar al halcón muerto y penetró en aquel jardín, que pertenecía a una joven judía, llamada Raquel, que allí vivía. Era huérfana pero sus padres le habían legado cierta fortuna que le permitía una existencia desahogada, y conservar la casa de sus mayores. La belleza de Raquel era proverbial en la ciudad, aunque el rey ni la conocía ni había oído hablar de ella.




Se dedicaba la hermosa Raquel a preparar ungüentos y medicinas a base de plantas naturales, un arte que conoció a través de su difunto padre, y que eran muy demandados por las gentes que creían en su poder curativo. Aquella mañana, se encontraba en su pequeño huerto recolectando hierbas y cuidando de sus rosales, cuando vio caer al halcón atravesado por el dardo, prácticamente, a sus pies. El rey entró detrás, y ambos se contemplaron con sorpresa y arrobo.


Alfonso quedó fascinado por la belleza de la conocida como la fermosa Raquel, y ella se prendó de la apostura de aquel caballero que, gentilmente le rindió pleitesía y le pidió permiso para recoger el ave. Se saludaron con cortesía y se despidieron.



Los días siguientes estuvieron llenos de turbación para el rey y la judía. Él no podía olvidar aquellos ojos verdes, aquel rostro dulce, aquel cuerpo armonioso... ella, que había tenido poco relación con los hombres, sentía preso su corazón por la imagen de gentileza de aquel caballero. Es difícil poner trabas al amor, y el rey volvió a visitar a Raquel en su jardín. Las visitas se hicieron cada vez más frecuentes y los encuentros amorosos se fueron prolongando. Ni el uno ni el otro veían el momento de despedirse cuando estaban juntos. Pero ese amor mutuo no podía empezar con peores auspicios. Ella era una plebeya, pobre y sin patria, y además judía. Él era el rey de Castilla y, además, cristiano y, además, casado. Pero la pasión que sentía por Raquel lo cegó completamente.


Haciendo caso omiso de cualquier rasgo de prudencia, Alfonso hizo trasladar todas las pertenencias de Raquel a unas estancias apartadas dentro del propio palacio y la llevó a vivir con él. El rey se abandonó totalmente a los placeres de aquel amor prohibido. Se olvidó de su reino, de sus luchas contra los moros y de su mujer legítima. Rodeó las estancias de Raquel con una pequeña guardia y se negó a recibir a nadie ya fuera noble o plebeyo.




Esta situación se prolongó por espacio de siete años, y la situación del reino comenzó a ser insostenible. El pueblo, alentado por el despecho lógico de la reina, comenzó a murmurar diciendo que la judía había hechizado a su rey. Los nobles hacían lo propio, y el respeto que sentían por Alfonso se fue tornando en burlas y desprecio.

La única solución viable era terminar con la vida de Raquel, pues era evidente que el rey nunca la dejaría por su propia voluntad. Se dice que fue la reina Leonor la que instigó a los nobles para llevar a cabo este plan, pero también es cierto que todos estuvieron de acuerdo.



Enviaron a Alfonso un recado diciéndole que la reina Leonor deseaba hablar con él. En un principio se negó a la entrevista, pero tanto le insistieron que al final cedió. Abandonó los aposentos de Raquel, momento que fue aprovechado por dos sicarios para entrar en ellos. La judía estaba sola, con un sirviente también judío, al que amenazaron de muerte para que fuese él quien la atravesase con su daga, pues no querían manchar sus armas con la sangre de una infiel.


Alfonso comprendió en seguida que aquello era una trampa. Sólo tuvo que contemplar la desdeñosa sonrisa de Leonor, para darse cuenta de que algo terrible sucedía. Corrió hacia las estancias de Raquel, pero cuando llegó encontró a su amor en un gran charco de sangre, muerta, mientras que el sirviente se daba muerte con la misma daga con la que había acabado con la vida de su ama.


La ira del rey se desató contra todos aquellos que, de cerca o de lejos, habían participado en aquel vil asesinato. Ahorcó a los dos infames que actuaron en primera instancia. Desterró a muchos nobles sospechosos de estar involucrados en aquella horrible trama y a su esposa Leonor, la mandó encerrar en un convento gallego, lo más lejos posible de él y de la corte. Pero después de la venganza, Alfonso se vino abajo. Una profunda depresión y melancolía se apoderó de su corazón. Se pasaba todo el día y gran parte de la noche abrazado al sepulcro de Raquel, envuelto en la pena y el dolor.




De aquel estado de marasmo afectivo, vino a sacarle la muerte de algunos de sus hijos, y en sus últimos años parece que retomó la lucha contra los musulmanes. Siempre en primera línea, siempre buscando el peligro, como si desease encontrar la muerte lo más pronto posible. Los que contemplaron su agonía, dicen que el rey estaba sereno, con un gesto dulce y que hablaba con Raquel como si ella le estuviera esperando para seguir amándose en el más allá.


Otra versión de la leyenda, dice que Raquel murió a manos del populacho, al que previamente se había convencido de las maldades del pueblo hebreo. En esta versión, fue Alfonso el que se trasladó a casa de Raquel, para vivir juntos su amor y fue sacado de allí mediante un ardid, mientras la casa y el jardín de Raquel fueron arrasados por las turbas enfurecidas. En este caso, el rey no pudo tomar venganza sobre todo un pueblo, y su dolor fue, todavía, más grande.

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